Si no hubiese Locos habría que inventarlos
Loquillo presenta en Madrid, en dos noches de lleno, las canciones de su último trabajo, Balmoral
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Es curiosos ver como gente que no llega a los veinte, chicas que rondan la treintena, o algunos tipos que pasan de cuarenta berrean al cielo del teatro los versos desesperados de Cadillac solitario, la canción con la que el Loco y sus "nuevos" secuaces cierran el concierto de Madrid después de dos horas de rock. Para entonces ya estaban todos convencidos de que si no existiese Loquillo habría que inventarlo, como fuese, malamente supongo.
Sus dos metros vestidos de negro, ese pendiente de aro con su nombre grabado y ese tupe rocker siempre perfecto, dominan el centro de la escena secundado por una gran banda de dos guitarras, bajo, teclado y batería. Y el Loco anda suelto, bailando con pases medidos, calculados, tan ensayados con los años que esa pose quedaría mal en cualquier otro, pero no en él.
Y así, con la clase de un Sinatra rockstar, Loquillo va desgranando las canciones de su nueva perla de disco y de todos esos otros clásicos que el público desgañita desde la platea en éxtasis y comunión.
La verdad es que José María Sanz tendría clase hiciese lo que hiciese. La tenía en una cancha de baloncesto y le sobra subido a un escenario brindando con champán a la memoria de esos jóvenes airados, a los chicos del rompeolas, a los hermanos de sangre o recordando aquellos días en los que las camareras servían las copas llenas de arrogancia. La tiene prestándose versos de Calamaro, recordando en castellano los motivos por los que Johnny Cash vestía siempre de negro o las causas por las que no muere tu rock n roll actitud. Y tras dos horas, miles de aplausos y tres reverencias, el Loco se despide abrazado a su banda en la primera de las dos noches de lleno en Madrid.